Pongamos que un chico llamado Luis se siente atraído por una mujer
llamada Ana. Él le propone ir juntos al cine, ella acepta, se lo pasan
bien. Unas pocas noches después él le invita a ir a cenar, y de nuevo
están a gusto. Siguen viéndose regularmente, y un tiempo después ninguno
de ellos ve a ningún otro. Entonces, una noche cuando van hacia casa,
un pensamiento se le ocurre a Ana y, sin pensarlo realmente, dice:
– ¿Te das cuenta de que justo hoy hace seis meses que nos vemos?
Y entonces se hace el silencio en el coche. A Ana le parece un silencio estruendoso. Ella piensa:
– Vaya, me pregunto si le habrá molestado que yo haya dicho eso. Quizás
se siente restringido por nuestra relación; quizás crea que yo estoy
tratando de forzarle a alguna clase de obligación que él no desea, o
sobre la que no está muy seguro.
Y Luis esta pensando:
– Vaya. Seis meses.
Y Ana piensa:
– Pero yo tampoco estoy segura de querer esta clase de relación. A veces
me gustaría tener un poco mas de libertad, para tener tiempo de pensar
sobre lo que yo realmente quiero, que no mantenga en la dirección a la
que nos estamos dirigiendo lentamente... Quiero decir, ¿hacia dónde
vamos? ¿Vamos simplemente a seguir viéndonos en este nivel de intimidad?
¿Nos dirigimos hacia el matrimonio? ¿Hijos? ¿Una vida juntos? ¿Estoy
preparada para este nivel de compromiso? ¿Conozco realmente a esta
persona?
Y Luis piensa:
– Así que eso significa que fue... veamos... febrero cuando comenzamos a
salir, que fue justo después de dejar el coche en el taller, o sea
que... veamos el cuentakilómetros... ¡Leche! Tengo que cambiarle el
aceite al coche.
Y Ana piensa:
– Está disgustado. Puedo verlo en su cara. Quizá estoy interpretando
esto completamente mal. Quizás quiere más de nuestra relación, más
intimidad, más compromiso; quizá él ha notado antes que yo que yo estaba
sintiendo algunas reservas. Sí, apuesto a que es eso. Por eso es tan
reacio a decir nada sobre sus propios sentimientos: tiene miedo de ser
rechazado.
Y Luis piensa:
– Y voy a tener que decirles que me miren la transmisión otra vez. No me
importa lo que esos imbéciles digan, todavía no cambia bien. Y esta vez
será mejor que no intenten echarle la culpa al frío. ¿Qué frío? Hay 30
grados fuera, y esta cosa cambia como un camión de basura, y yo les pago
una pasta a esos ladrones incompetentes.
Y Ana está pensando:
– Está enfadado. Y no puedo culparle. Yo estaría enfadado, también.
Dios, me siento tan culpable, haciéndole pasar por esto, pero no puedo
evitar sentirme como me siento. Simple y llanamente, no estoy segura.
Y Luis piensa:
– Probablemente me dirán que sólo tiene tres meses de garantía. Eso es justo lo que van a decirme, los capullos.
Y Ana está pensando:
– Quizá soy demasiado idealista, esperando que venga un caballero en su
caballo blanco, cuando estoy sentada al lado de una persona
perfectamente buena, una persona con la que me gusta estar, una persona
que realmente me importa, una persona a la que parezco importarle
realmente. Una persona que sufre por causa de mis egocéntricas fantasías
románticas de colegiala.
Y Luis piensa:
– ¿Garantía? ¿Quieren una garantía? Les daré una garantía. Cogeré su garantía y la...
– Luis –dice Ana en voz alta.
– ¿Qué? –dice Luis, sorprendido.
– ¡Por favor, no te tortures así! –dice ella, con un inicio de lágrimas
en los ojos. Quizá nunca debí haber dicho... Oh, Dios, me siento tan...
Ana se interrumpe, sollozando.
– ¿Qué? –repite Luis.
– ¡Soy tan tonta! –solloza Ana–. Quiero decir, ya sé que no hay tal
caballero. Realmente lo sé. Es estúpido. No hay caballero, ni caballo.
– ¿No hay caballo? –dice Luis.
– ¿Piensas que soy tonta, verdad? –dice Ana.
– ¡No! –dice Luis, contento por fin de conocer la respuesta adecuada.
– Es sólo que... sólo que... necesito algo de tiempo –dice Ana.
Hay una pausa de 15 segundos mientras Luis, pensando todo lo rápido que
puede, trata de decir una respuesta segura. Finalmente se le ocurre una
que cree que puede funcionar:
– Sí –dice Luis, tocando su mano.
– Oh, Luis, ¿realmente piensas eso? –dice ella.
– ¿El qué? –pregunta Luis.
– Eso sobre el tiempo –dice Ana.
– Oh, –dice Luis–, sí.
Ana se vuelve para mirarle y fija profundamente su mirada en sus ojos,
haciendo que él se ponga muy nervioso sobre lo que ella puede decir
luego, sobre todo si tiene que ver con un caballo. Al final, ella dice:
– Gracias, Luis.
– Gracias –dice Luis.
Entonces él la lleva a casa, y ella se tumba en su cama, un alma
torturada y en conflicto, y llora hasta el amanecer, mientras que Luis
vuelve a su casa, abre una bolsa de patatas, enciende la tele, e
inmediatamente se encuentra inmerso en una retransmisión de un partido
de tenis entre dos checos de los que nunca había oído hablar. Una débil
voz en los más recónditos rincones de su mente le dice que algo
importante pasaba en el coche, pero está bien seguro de que no hay forma
de que pudiese entenderlo, así que opina que es mejor no pensar sobre
ello. (Ésta es también la política de Luis acerca del hambre en el
mundo.)
Al día siguiente, Ana llamará a su mejor amiga, o quizá a dos de ellas, y
hablarán sobre la situación alrededor de seis horas seguidas. Con
doloroso detalle, analizarán todo lo que ella dijo y todo lo que él
dijo, pasando sobre cada punto una y otra vez, examinando cada palabra y
cada gesto, considerando cada posible ramificación. Continuarán
discutiendo el tema, una y otra vez, por semanas, quizás meses, sin
llegar nunca a conclusiones definitivas, pero nunca aburriéndose de él,
tampoco.
Mientras, Luis, un día mientras ve un partido de fútbol con un amigo
común suyo y de Ana, durante los anuncios, fruncirá el ceño y dirá:
– Raúl, ¿tú sabes si Ana tuvo alguna vez un caballo?
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